Los franceses tienen un problema. Creían que tenían un superpresidente, un hipergobernante, que les sacaría de la depresión y de la decadencia, y ahora se dan cuenta de que tienen un presidente como han tenido muchos otros, enfermo, limitado en sus funciones, al que hay que cuidar y proteger mientras se organizan las cosas para que Francia funcione y el Gobierno y las instituciones cumplan con su cometido. No es una situación insólita: también estuvieron enfermos y disminuidos Pompidou y Mitterrand, y el primero murió de la dolencia en el Elíseo; y Chirac se convirtió en un engorro paralizante durante buena parte de su presidencia. La enfermedad que sufre Sarkozy no tiene la gravedad del cáncer de próstata de Mitterrand, pero afecta a un órgano tan vital como es el ego, que sufre de una hipertrofia probablemente irreversible. Siendo una persona tan joven y activa, sobre todo sentimentalmente, la dolencia es seria y de tratamiento difícil.
Las encuestas dan una idea de la gravedad de su situación, cuando todavía no se ha cumplido un año de la elección. Su popularidad se halla en caída libre, en contraste con la buena imagen de su primer ministro François Fillon, algo que invierte el tradicional orden de las cosas, que obliga al Gobierno a actuar de fusible. Cuanto más se acerca el 9 de marzo, fecha de las elecciones municipales, más crece el nerviosismo entre los candidatos del partido presidencial y más se temen las intervenciones de Sarkozy que puedan restar votos. Su partido se halla dividido y enfrentado, por las tensiones que ha creado el propio presidente, la última de las cuales ha sido meter los dedos en las candidaturas de Neuilly, la ciudad de la que fue alcalde. Han salido a la luz pública las tensiones entre el Ministerio de Exteriores y sus asesores. El trato que ha proporcionado en público a unos y otros, incluso a sus colaboradores más íntimos, es el propio de un monarca caprichoso y atrabiliario hacia sus lacayos. Vejados e insultados sus asesores por el propio señor del Elíseo, puenteados los ministros por los asesores presidenciales y los parlamentarios por las comisiones especiales a las que se les encargan las grandes tareas de reforma, Sarkozy se dirige hacia un altivo aislamiento personal que sólo puede conducir a la ira o a la melancolía. Incluso su impopularidad es extravagante: no se debe a su inaplicado programa reformista, sino a su comportamiento personal.
El trono que Sarkozy ocupa fue diseñado como escabel para un diálogo transatlántico con la Casa Blanca. De Gaulle quería ser el tercero en discordia en un mundo bipolar, un soberbio matiz occidental a la confrontación con Moscú. Este biznieto liberal y proamericano de De Gaulle (después del nieto Chirac y del hijo Pompidou) se ha instalado con poderes acrecentados por su ambición y su idea personalísima de la presidencia. Pero una vez obtenida, se ha dedicado fundamentalmente a sí mismo, como un adolescente narcisista, ocupado en sus sentimientos y placeres. El poder puede proporcionar muchos, pero la prudencia aconseja no hacer mucha gala de ellos. Sarkozy hace lo contrario y se refocila en la temeridad y en la exhibición.
Tres han sido los puntos por donde se ha roto el personaje: la economía, que no ha experimentado mejora alguna; su ideario, más neocon e incluso teocon que gaullista, manifestado en sus criterios sobre la laicidad ajenos a la cultura republicana; y su vida íntima, aireada y expuesta ante los medios como nunca antes había sucedido. Ha fracasado como rey taumaturgo, que por su imposición de manos debía incrementar la capacidad de compra de los franceses, hasta verse obligado a pronunciar la frase maldita que rompe los sortilegios: "¿Qué esperáis de mí? ¿Que vacíe unas arcas que ya están vacías?". Como rey filósofo, ha suscitado las mayores reservas respecto a las tradiciones republicanas, sobre todo cuando ha expresado con desenvoltura sus simpatías intelectuales por el Papa en Roma. Y sólo ha triunfado plenamente en su papel de sultán en el serrallo, con los ropajes que más interesan al gran público y, por lo que se sabe, también a sus pares, fascinados por su capacidad de seducción, su buen gusto y sobre todo su desparpajo, rayano en la desvergüenza. Pero ahí lo que ha conseguido deprime de nuevo a muchos franceses: ha puesto la República a la altura del Principado de Mónaco.
Source: El País Lluís Bassets
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